viernes, 6 de mayo de 2016

MAMPARA AZUL


Autor: Roberto Cuadros



Mampara azul

En esa antigua calle los árboles eran añosos. Robustos y frondosos, las casas, de techos muy altos, lucían antejardines llenos de maleza, otrora plagados de buganvilias y crisantemos, los mojados adoquines de piedra de la calle reflejaban la luz macilenta de los faroles.
El taconeo de los zapatos altos de Elizabeth era lo único que se escuchaba. Su andar cada vez más rápido denotaba su estado de alerta y por supuesto, prisa. Quería llegar pronto al cobijo de la mampara azul de la casa de su abuela Gaby.
Aquella noche había trabajado hasta tarde y la lluvia en los cristales fue su única compañía mientras imprimía y corregía los informes solicitados de manera tardía por el director de la empresa de ingeniería. Lamentó no haber ido en su auto a la oficina ya que nunca pensó que ese día trabajaría hasta tan tarde. El tren subterráneo sólo funcionaba hasta las once de la noche.
El llamado telefónico de su octogenaria abuela, cerca de medianoche, la había sorprendido en el trayecto habitual desde su oficina hacia su departamento. La anciana le había dicho que necesitaba con premura su presencia. Debido a la intempestiva lluvia otoñal no hubo posibilidad de coger un taxi, así que Elizabeth optó por encaramarse a un bus semivacío desandando su rutina hacia el sector antiguo de la ciudad, allí donde su abuela había vivido desde siempre.
La parada del bus la dejaba a una distancia no menor de la casa.  No habían cruces de otras calles,  era una cuadra eterna y larga la que debía recorrer. Nunca antes había caminado por esa antigua arteria de noche, siempre que iba, tan a menudo como su vida de soltera y profesional se lo permitía, lo hacía en su pequeño auto o con sus padres cuando pequeña.
Su también querido abuelo Juan había fallecido hacía tan sólo unos meses, por lo que no le extrañó que la abuela llamara a la nieta preferida por ambos por compañía. Esta era la tercera vez que lo hacía, aunque las anteriores fueron una un día sábado y otra a la hora de almuerzo en un día de semana. Si bien le llamó la atención lo tarde del llamado, no le generaba problemas, se quedaría a dormir allí y temprano en la mañana volvería a su departamento a cambiarse ropa. Si su abuela la necesitaba, ella estaría allí.
El eco de los tacones retumbaba en su cabeza, la lluvia había amainado pero la humedad impregnaba el ambiente. Las casonas, sus portales sin luces y sus jardines oscuros se sucedían a su andar, más no llegaba, no llegaba nunca. Elizabeth caminaba. El frío se  comenzaba a colar entre su abrigo.
Creyó distinguir la casa, pero no fue así. Eran todas muy iguales y los puntos de referencia escasísimos. A un lado, las casas encimando la acera, al otro la desnuda calle mojada. Los árboles viejos se veían todos iguales y amenazantes por la oscuridad. El frío comenzó a calar sus huesos.
 ¿Aló?, Elizabeth?, hola mi niña linda, ¿puedes venir? necesitamos que vengas por favor. La llamada no reflejaba una urgencia inusitada, tampoco le extrañó el plural usado en la petición de su abuela, era el llamado desde la soledad, desde la pena por el vacío.
Caminaba y pensaba en el buen té caliente con miel que le recibiría tras la mampara azul. La calle se hacía espesa en la humedad, lánguida en la penumbra, muerta en su soledad.
En un momento temió haberse equivocado de calle pues nada le parecía familiar, pero no era así, los viejos números enlozados que tenían algunas casas también refrendaban el nombre de la calle.
Se detuvo por un instante y volvió la vista atrás. Ya hace mucho que había dejado la arteria principal en la que había bajado del bus. La niebla propia generada por la humedad reinante difuminaba las luces de las farolas amarillentas y no se distinguía nada más allá de veinte o treinta metros. Aguzó su oído, pero le tranquilizó no escuchar nada más que su respiración agitada.
Retomó su andar, pero esta vez aceleró lo que más pudo sus pasos, ya se sentía agobiada por esa niebla de humedad que impregnaba todo. Cada vez le era más difícil distinguir los pórticos de las casonas ya que el velo de la bruma había ido cerrándose. Curiosamente, aun siendo tarde, ninguna ventana denotaba luz en el interior, era cómo si todos en ese barrio estuvieran dormidos. Tampoco había pasado un sólo auto. Miró el reloj pensando que era más tarde de lo que pensaba. No, eran algo más de las doce treinta de la noche.
El frío ya la había envuelto cómo una mortaja húmeda, no sentía los pies, pero si el rítmico taconeo.
Se metió la mano al bolsillo del abrigo para sacar su móvil y llamar a su abuela, tenía que decirle que aunque pareciera ilógico, estaba perdida en esa larga calle. Marcó "Abu Gaby" en tres oportunidades, pero no hubo conexión. La calle seguía succionándola sin darle pistas de la ansiada mampara azul.
El cerebro de Elizabeth trataba de conciliar una razón, una lógica que amparara su desorientación, pero no la encontraba. Había caminado cerca de media hora en un trecho que no podía tomarle más de diez minutos, pero tenía certeza que no había pasado aún por la mampara de su abuela.
La bruma había bajado a ras de suelo, ya no veía más allá de cuatro metros, el frío era artero. En un acto reflejo, se quitó los zapatos y comenzó a correr calle abajo, no se atrevía a gritar, ni menos a golpear una puerta desconocida. Estaba entrando en un estado de ansiedad y pánico.
Un resplandor algo más adelante detuvo su carrera. Se refregó los ojos , que ya estaban llorosos y volvió a mirar hacia aquel fulgor ajeno a todo. Caminó los pasos que le separaban de allí con cautela y curiosidad. Le costó habituar sus pupilas adaptadas a la oscuridad de la calle. Frente a sus ojos había un jardín pletórico de buganvilias, hortensias y claveles. Allí no había bruma, ni frío, ni oscuridad. Era de noche, pero allí todo estaba iluminado, su olfato descubría el perfume de helechos y flores frescas.
El sonido hueco de los cascos de un caballo sobre los adoquines a su espalda la sorprendieron. Incrédula miró hacia atrás. Un sonriente cochero vestido a usanza del siglo pasado detenía frente a la casa una hermosa calesa blanca sin pasajeros, y bajaba a abrir la portezuela. Los toques arañados de un gramófono que reproducían una vieja milonga le obligaron a volver su vista al pórtico iluminado. Lo hizo lentamente, ya sabía que había traspasado un umbral.  En la galería detrás de las buganvilias y crisantemos, bajo la mampara azul estaban su abuelo Juan y su abuela Gaby tomados de la mano, ambos vestidos de blanco, él con un traje de lino y un sombrero panamá, ella con un precioso vestido de gasa y un pañuelo en el cuello.
Le sonreían.

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